martes, 2 de octubre de 2007

"Cine"

En 1960, el director húngaro Laszlo Martok filmó la película "Bajo la mesa".

El obtuso cineasta estableció dos espacios diferentes, cada uno de ellos con su propia cadena de signos para llevar adelante el relato. La historia se desarrolla en el transcurso de una cena. En la parte superior de la pantalla, es decir, sobre la mesa, suceden los hechos evidentes, diurnos, racionales. Los personajes dialogan y se presentan de un modo mundano y superficial. El decorado, el vestuario, el discurso, el maquillaje y la iluminación son groseramente naturalistas.

Mientras tanto, en la parte inferior de la pantalla, se nos presentan unos sucesos oscuros, pasionales, nocturnos, que acaso desmienten lo que se dice en el distrito superior: las manos del protagonista acarician las piernas de su cuñada, en el mismo momento en que el hombre le dice a su esposa que jamás la ha engañado. Los personajes se mueven guiados por sus impulsos, sus actos provienen de fuentes irracionales y, en consecuencia, sus comportamientos son enigmáticos, en franca oposición con la moral burguesa.

La temporalidad, que al principio de la película está organizada en forma simultánea en ambos foros, acaba por quebrarse hasta fluir en diferentes direcciones: debajo de la mesa se ven las piernas de alguien que todavía no llegó. Hay raccontos que solamente abarcan la mitad de la pantalla. Cerca del final, la mitad inferior muestra la infancia de los personajes, con guardapolvos blancos, pantalones cortos y zapatos "Siete vidas".

Las marcas de autor de Laszlo Martok aparecen a cada momento, del modo más desagradable: la sinécdoque, hija de una cáma ra torcida, las célebres subjetivas del cameraman, la intertextualidad con los productos más deleznables de la industria del espectáculo.

Como es su costumbre, el director repite hasta la saciedad situaciones que a su criterio ejemplifican la organización estética de la obra. Finalmente, la dualidad de códigos es percibida no sólo por los espectadores sino también por los personajes. La joven adolescente, harta de la hipocresía de las clases dominantes, pide
a su novio que le hable de amor bajo la mesa. Una vez allí, ya sin que ninguna parte de ellos mismos esté en contacto con el mundo de las apariencias, los jóvenes hablan el idioma de la verdad o —mejor dicho— se revuelcan como bestias.

En oposición, cada vez que un personaje trata de sobreponerse a las gigantescas fuerzas del deseo y el automatismo inconsciente, se para sobre los platos y saluda el triunfo de la razón recitando olímpicos teoremas.

En el sorprendente desenlace, el mozo retira la mesa y desaparecen las fronteras entre la conciencia y la subconciencia. Los rincones más secretos del alma reciben una luz repentina, mientras caen abruptamente las máscaras cotidianas de la mentira. Ante semejante cataclismo, el restaurante se incendia y todos mueren en un fuego purificador.

La película exhibe algunos recursos de gran sutileza: el estudiante que formula la misma pregunta dos veces, primero arriba y después abajo; el extraño efecto del racconto inmediato, donde los personajes recuerdan lo que acaban de hacer.

Sin embargo, Martok no puede evitar la sospecha de no ser entendido, una sensación que es proverbial en los malos directores. Por ese motivo, el relato se demora en explicaciones superfluas que hallan su culminación en el discurso que el propio Martok recita en off al final de la película.

La censura de aquellos años no perdonó algunas audacias y resolvió prohibir la mitad inferior. La parte de arriba se estrenó en el cine Ocean y fue un éxito comercial. Quedó una película diurna, realista, convencional y finita.

                Alejandro Dolina ("El libro del fantasma")

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